viernes, 25 de mayo de 2007


Los días en rojo (1)

Hoy parece claro que la empresa de los revolucionarios consiste en hallar nuevas formas de liberación de los hombres y mujeres del mundo. Nuevas formas que, como dice F. Rosemont, “les liberen de sus represiones y que, en vez de ocultarles el horror omnipresente, puedan reconocerlo y así cambiar el sistema social que lo perpetúa”.

Procurarnos la realidad revolucionaria deseada con métodos racionalistas no parece ser hoy lo más eficaz. Como añade el propio Rosemont, “los argumentos racionales influyen en un número limitado de personas, durante un corto espacio de tiempo . Tratar de convencer a alguien, por medios racionales, de que abra los ojos a algo que es verdaderamente intolerable es doblemente ingrato: primero porque nadie quiere ver la horrible realidad tal como es, y en segundo lugar, porque incluso si se consiguiese hacerles ver algo de esa realidad, si se hace de forma racional, probablemente sólo serviría para aterrorizarles y paralizarles, en vez de moverles a la acción”.

Hoy nos parece que resultaría bastante infructuoso afrontar la ambición de emancipación humana sólo desde el punto de vista histórico, desde el análisis particular de la corriente filosófica revolucionaria correspondiente si en su perspectiva no está integrada la visión que al problema aporta el pensamiento poético, al que las primeras –valga decirlo– vienen enfrentándose históricamente de manera sistemática, ensanchándose una antinomia que debe ser derribada sin contemplaciones.

Hoy parece más cierto que nunca que la emancipación humana tiene una gran deuda pendiente con el pensamiento poético, o si se prefiere, con la intuición poética. No es posible cerrar por más tiempo los ojos al depósito revolucionario inmanente a este pensamiento, una de las más altas instancias donde la liberación humana se gesta, avanzando inseparablemente del mismo, como la sombra acompaña al cuerpo que la produce: inextirpable, se convierte en el reflejo de su luz, en la afirmación de su existencia.

Hablar hoy de revolución no es sólo importante sino decisivo, porque este diálogo opera una forma de resistencia que se enfrenta al desfallecimiento humano y de la historia. Pero si es cierta la necesidad de mantener este diálogo nos parece igualmente importante tomar conciencia crítica de la ausencia de condiciones ideales con las que ejecutar su consecuencia, condición indispensable para comprender que nuestras fuerzas no pueden dispersarse sólo en la formulación teórica, sino que deben ser destinadas a la estimulación y práctica de nuevos comportamientos que anuncien el principio de una realidad en agitación . Comportamientos cuya naturaleza poética y voluntad política vayan cartografiando el paisaje de una subversión mental a gran escala que procure la posibilidad futura de una insurrección generalizada.

Es aquí donde el pensamiento poético muestra sus cartas: reanima el sueño de la revolución al desencadenar una acción mental liberadora, es decir, una acción que rompe la argolla subliminal en la que ha sido enajenado el deseo humano, permitiéndole de nuevo intervenir activamente en el desentrañamiento del mundo.

La revolución empieza siempre por dentro porque está ahí abajo . En tanto que en esencia es de naturaleza activa, es decir, una acción del espíritu, el pensamiento poético guarda en sus entrañas el primer germen de la revolución: una revolución indispensable de las estructuras mentales que radicalice el diálogo entre la vida sensible y la vida social. No es posible oponer por más tiempo al conocimiento no racional y mítico del pensamiento poético la “única” providencia del análisis racional(ista) político, cualquiera que sea su expresión. De hecho, habrá que convenir que el resultado de esta oposición no ha conducido sino a abrir una gran brecha en la ambición humana de emancipación, por la que, cabe pensar, empiezan hoy a pasar con fuerza y mayor inquietud los más retrógrados y reaccionarios comportamientos socio-políticos. Si nosotros volvemos nuestra vista hacia el pensamiento poético, no lo hacemos con ánimo mesiánico, sino por percibir en su seno una gran capacidad de reencantación del mito de la revolución, una capacidad que se manifiesta en lo que le es más propio: su naturaleza visionaria. En efecto, una de las consecuencias mayores de la acción poética es la de la anticipación, en este caso, anticipación de unas condiciones revolucionarias nuevas dotadas de una dimensión utópica que nos haga recordar el futuro: a imagen de su naturaleza, la acción poética operará una práctica del futuro en el tiempo que nos es dado vivir, en oposición radical al tiempo que nos es dado soportar. Pues el pensamiento poético no está exento de contener una condición práctica desde la que desencadenar su acción allí hasta donde le sea imposible llevarla, y de la que habrá que añadir que, con independencia de los resultados inmediatos que procure, dará siempre la medida de su intervención en el mundo: la exaltación permanente de las potencias de transformación.

La revolución, por tanto, sigue pareciéndonos estar condicionada en un grado muy alto a la irrupción plena del pensamiento poético. Y este pensamiento, que en su expresión surrealista no ha dejado nunca de ponerse al servicio de aquella, parece hoy más dispuesto que nunca a exigir su intervención en el plano de la acción directa. Así, su invocación por nuestra parte es consustancial a una necesidad de generar una corriente de la imaginación desde la que iniciar el trazado de las nuevas formas de subversión susceptibles de ser interpretadas como una acción revolucionaria real.

Las condiciones actuales de existencia y vida nos obligan a un gran despliegue imaginativo que sirva para acortar la distancia que separa las ideas abstractas que alimentan el mito de la revolución de las acciones concretas que las ejemplifiquen. En este sentido, algunas de estas acciones deben ya operar como una estrategia que tienda a resolver este distanciamiento, acciones que avancen en su doble dimensión poética y política el sentimiento de fiesta, el humor, el erotismo, la ironía y también el desconcierto, inquietud y perturbación inherentes a un acto subversivo nuevo. Acciones, al fin, que incorporen una forma de desobediencia civil que se enfrente a la imagen de la autoridad, dirigidas (inspiradas) siempre por la imaginación todopoderosa puesta al servicio de la revolución.

A priori, nada indica que ciertas formas de actuación nos sitúen en la verdadera vida. Pero sí habrá que convenir que estas actuaciones se abren precisamente a otra forma de vida no necesariamente sometida a los condicionamientos de la necesidad, sino animada por el impulso del deseo. Es esta forma de vida, a la que sería preciso conceder carácter de movilización poética, la que hoy puede levantar un hermoso puente entre ciertas representaciones mentales de la utopía y su satisfacción.

La acción poética, por tanto, vendría a resolverse en una práctica vital en la que el mundo es aprehendido, lejos de pasar ante nuestros ojos como una realidad virtual. Se conseguiría de esta forma dar un salto decisivo en la posible transformación del mundo, en la medida en que, si la acción poética lo reinterpreta en todas sus dimensiones posibles, sean estas políticas, morales, psicológicas y sociales, sobre todo avanza esa posibilidad de transmutarlo.