miércoles, 13 de junio de 2007





Hermanos que encontráis bello cuanto os viene de lejos(1)

La otra tribu: el enemigo

Hemos sometido muchas más veces de las deseadas el espíritu de los otros a exámenes de pureza para exorcizar nuestros propios errores. Desde el norte hasta el sur y del este al oeste, el drama del odio no ha cesado de envolvernos, y hemos visto como se interrumpía la comunicación que estaba destinada a producirse para mayor alegría del mestizaje. Para muchos, esta interrupción ha sido realmente dichosa, y se han reconocido a ellos mismos tocados por la mano de Dios.

HEMOS sentido imperiosamente que los demás se convertían en una amenaza dentro de nuestra cándida y pura atmósfera; que estas gentes extranjeras habían aparecido como monstruosas creaciones del infierno para taladrar nuestra limpieza, para robar el lugar que por derecho nos pertenece en el cielo. Los extranjeros –los enemigos–, todos ellos emanaciones venenosas que nos enredarían como la hiedra para sumergirnos en su impureza.

INSPECTORES del espíritu, nos complacemos en desayunar con la vieja y nueva propaganda, mientras nuestros ojos conservan aún sus legañas.

LAS sociedades occidentales capitalistas, y los pueblos europeos en particular, se nutren hoy con la cosecha de un sistema psico-social cuya siembra lleva camino de convertir, de nuevo, el campo aún fértil de una extensa geografía de esterilidad. Se trata de una cosecha que tiene sus propios rostros, aún cuando se sirvan de un casi perfecto camuflaje instrumental. ¿Crisis económica? ¿Triunfo de la democracia? ¿Convivencia pacífica entre los pueblos? En los tres casos la respuesta que los desenmascara no se hace esperar: instrumentalización económica de la crisis por un poder que perpetúa su decadencia inmolando implacablemente el tejido social amparándose en sus delirios tecnológicos y en sus sicarios de turno, encarnados en una suerte de cohorte intelectual; decadencia, al parecer irreversible, de los ideales –limitados, pero progresistas en su momento histórico– de los demócratas radicales (de Saint Just a Garibaldi); en cuanto a la última interrogante no hace falta insistir en que se responde actualmente a sí misma: la revitalización del fenómeno racista y de la violencia neofascista no sólo pone en entredicho el proyecto de ese sistema de convivencia, sino que descalifica las estructuras sobre las que éste se sostiene.

LA llegada de los inmigrantes que huyen de la muerte institucionalizada en sus propios países, la fuga constante de hombres y mujeres que, sin demasiadas esperanzas, llegan a nuestras naciones, obedece a una serie de razones que, hundiéndose en el pasado de los procesos históricos y encarnándose en fenómenos político-económicos más actuales, deberían ser conocidos por todos. Desgraciadamente, no es así. Y esta desinformación, esta ignorancia, nos dice de antemano a quién interesa que así sea. Estos que emigran, aquéllos de los que se dice que tanto molestan, son los nietos de los esclavizados por los imperios europeos, los hijos expoliados por el Neocolonialismo, los explotados por la estructura actual de la Economía internacional –esa que tanto hay que admirar, esa que es incuestionable.

SECUESTRADOS de la historia, enajenados de sus propios sistemas de vida, de sus culturas, de sus modos de relacionarse con la Naturaleza, los que se sorprenden de su existencia real, resplandeciente, parece que desearan que nunca hubieran existido, y desde luego que no existan nunca más. ¿Cuáles son las reclamaciones de libertad de los miembros de las otras tribus? Sólo conocemos nuestro propio llanto: los demás habrán de servirnos de pañuelo… Como el que se queja de la sombra que proyecta su cuerpo, hay europeos que niegan enloquecidos la presencia, a su lado, de la consecuencia viva de su rapiña ininterrumpida: los emigrantes, los exiliados, los vagabundos, los parias que, por no tener ya ningún refugio, no les queda otro remedio que buscar asilo en la guarida de su enemigo.

UNA gran confusión se extiende entre la población europea: el emigrante es también culpable de la quiebra económica, de la miseria moral del país de turno, constituyendo un foco de infección de delincuencia que, como tal, hay que eliminar –poco importan, para muchos, los métodos a utilizar. Este tópico constituye una falacia que no por ello deja de ser extraordinariamente ofensiva, y que es repetida sucesivamente por las principales “víctimas” (esa población europea) y por los responsables de esa confusión: los ingenieros ejecutivos de la máquina de la desesperación sistemática en que se han convertido el “nuevo orden mundial” y su bastardo, la Economía internacional. Es esta canalla de manicura y corbata la que pretende, en su obscena vorágine, fragmentar y enfrentar, a continuación, a sus distintas víctimas. Ello es de esperar y, sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos qué nacerá de todo esto. ¿Asistiremos, otra vez impasibles, a que la historia se resuelva en un fragor de aniquilaciones o, por el contrario, intervendremos a tiempo para reconducir la formulación de unas bases que generen un justo reparto de cartas?

MÁS allá de las desigualdades económicas y explotaciones de todo tipo que envenenan las relaciones entre los individuos de las diferentes culturas, de los de aquí y de los de allí, de nosotros y ellos, y aún suponiendo que esta fractura que alimenta la desconfianza sea superada en un mañana utópico al que nos resistimos a renunciar, el problema se plantea a un nivel más profundo y de más largo alcance.

LA deriva de la historia nos conduce actualmente a una situación a la que habrá que encarar con una actitud para la que, creemos, no bastan las viejas válvulas de escape tradicionales. El éxodo de emigrantes está transformando, sin duda, la vida de las grandes ciudades europeas. La uniformidad/homogeneidad cultural y racial de estas ciudades, siempre relativa, es, a partir de ahora, imposible para siempre. ¿Cómo reaccionarán los presupuestos éticos y afectivos de cada individuo, de todos los individuos, de los que llegan y de los que están? De cómo se responda a esta pregunta dependerá, en gran medida, el diseño futuro de la convivencia en el viejo continente.

NO nos engañemos: la condena del racismo se ha convertido en un tópico inofensivo, en una prueba de buena educación, en una nueva excusa de la industria cultural que, de la mano de su primer siervo, el espectro de los mass-media, reanima y difunde sobre un amplio sector de la población una suerte de buenas intenciones en las que subyace el más despreciable sentimiento de religiosidad. Conductas invertibles en cínicos valores “democráticos” a los que es preciso sacar la rentabilidad calculada: el sórdido comercio de propuestas indefectiblemente contaminadas de intereses políticos, económicos e institucionales incapaces de abordar el problema que nos ocupa, si no es a condición de obtener un beneficio exclusivo de su mismo orden.

Continuara.

GSM