Un hecho fundamental destaca en la cultura mediática de la imagen, y es que el Poder ha sabido utilizarla como evidencia vanguardista de su discurso, convirtiéndola en el fundamento de sus fines: la instrumentalización de lo imaginario. Así, el poder ha encontrado en la imagen una herramienta insospechadamente eficaz y estetizante que a la vez que instaura el orden objetivo de la apariencia y del espejismo, hace aceptable su transparente violencia.
Para llegar a este estado de cosas, era preciso hacer ingresar la llamada libertad de expresión en las dinámicas liberales de la “sensura” (censura de sentido, término acuñado por el poeta francés Bernard Nöel), para hacerla reaparecer, tras un desplazamiento apenas perceptible, bajo un nuevo nombre: libertad de representación, concepto sin duda más cercano al de libre mercado con el que se asocia. Gracias a esta tergiversación, que toma la forma de un cataclismo, la representación está ocupando cada vez más un puesto preferente con respecto a la imaginación, hasta el punto de que podemos afirmar que la imaginación, regida ahora por las leyes de la representación, está perdiendo toda connotación de interioridad. Esto es, desde luego, un desastre que promete arrasar con el antiguo “pecado de pensamiento” que nos unía a la visión . Y no debería parecer apocalíptico decir, junto a los críticos de la sociedad cibernética y telemática, que ya no vemos porque hemos dejado de pensar e imaginar y hemos pasado a representar y a visualizar (aunque esto no es todo, como trataremos de hacer notar más adelante). El desencadenamiento abrumador de imágenes en nuestros días viene a decirnos, por una parte, que la imagen ha sido liberalizada, y por otra que ha sido liberado un imaginario que amenaza con volverse real. De hecho, ya apenas tenemos una imagen mental (íntima y singular) del propio mundo, del que cada vez tenemos más noticias, sí, es decir, del que cada día se nos notifica más su ausencia, puesto que somos a diario apartados más y más de su relieve, de sus accidentes del terreno, de su fisicidad en suma. Y esto, en la medida en que viene siendo, a causa del fenómeno pantalla, laminado, allanado. Sea a través del televisor, de los monitores de vídeo, de la fotografía (“artística” o documental da lo mismo) y muy especialmente a través del llamado internet (hoy, encarnación inigualable de la “máquina descerebradora” de Jarry) el mundo es permanentemente escenificado, queremos decir, diferido en directo.
Tenemos, así, cumplida cuenta de una de las funciones más nocivas y eficaces de la actual orgía de imágenes. De continuo somos distanciados más y más del mundo conforme a la paradoja propia de la velocidad de información: levantar una pantalla de transparencia que deslumbra la mirada a causa de la fascinación que produce, primer paso que se da para suprimir la relación física del ojo con la materia. De este modo, la imagen proyecta y prolonga su interferencia sobre el mundo en tanto en cuanto crece su dinámica desmaterializante. Aún más, obra sin apenas traumatismos visibles la separación del cuerpo de la tierra, de la mente de la tierra, de la sombra de su cuerpo. Así descuaja al hombre de su relación con lo telúrico, con lo ancestral, con lo inextirpable, y lo fija al delirio de gravitación, falsa vía de escape del ciclo vital de la muerte.
Pero lo cierto es que la imagen de la que hablamos encanta, no duele, no es brutal, ni siquiera desagradable, es eminentemente “artística” y se viste, indistintamente, con los ropajes de lo surreal, de lo conceptual, de lo abstracto. No atiende a diferencias. Rompe los estilos. Disuelve las categorías. Se torna vanguardista o posmoderna o situacionista. Tan grande es el conocimiento de las distintas formas estéticas (o poéticas) que han atravesado el siglo XX, y tan descomunales los medios técnicos de los que disponen los dueños de la imagen, que se puede adornar la vida cotidiana con una belleza fantasmal que legitima en el plano sensible la terrible mutación de la realidad en algo ficticio. No exageramos si decimos que la realidad se ha vuelto imaginaria, lo que supone afirmar, por su reverso, que lo imaginario se ha vuelto real. Y no es impreciso del todo aseverar que se está consiguiendo llegar a aquél punto en el que las contradicciones cesarían en su enfrentamiento. Que esto es una perversión de lo formulado por André Breton lo sabemos, entre otras razones porque la imagen espectacular, que parece cumplir y materializar todos los sueños y deseos, incita a la pasividad y a la inmovilidad, no a la transformación de la realidad; la acción queda relegada a medida que la imagen avanza, haciendo imposible la unión de la imagen (de la poesía, de lo imaginario) y de la acción, por lo que la supuesta síntesis de contrarios es falsa, tratándose más bien de una disociación. Pero no es menos cierto que la imagen dinamiza en el terreno de lo social una confusión de lo antagónico que cada vez más se derrama en cascada sobre el aparato afectivo de cada uno de nosotros, magnetizados por su conjuro, y que afianza una vida telemizada que sustituye a la vida vivida. Porque ahora, más que de mundo representado, podemos hablar ya de delirio de simulación, en la medida en que la imagen está destinada a formar la conciencia humana siguiendo una dirección sustitutiva de ésta.
Por otro lado, es evidente que la pérdida de sustancia que ha experimentado lo que llamamos realidad no se deberá tan sólo al dominio de la imagen y de los medios de comunicación. Porque las imágenes no son sino una herramienta, una técnica más que utiliza la clase dominante para asegurar la organización social que le conviene, lo que no se contradice con el hecho objetivo de que el sistema ideológico-técnico de las imágenes cobre a veces una dinámica propia, un desarrollo autónomo cuyos efectos, aunque imprevistos, no hacen sino reforzar el proceso general del que ese sistema ha nacido y al que sirve en última instancia.
Así pues, es la propia realidad social, sin necesidad del concurso de la imagen, la que ha perdido sus contornos, la que se ofrece como fantasía, como falta de sentido, como ficción donde perdemos el norte y no encontramos ya ningún punto de apoyo sobre el que rehacer una orientación y una resistencia. La economía real sustituida por otra virtual en las que se mueven flujos inmensos de riqueza inmaterial, que no existe, pero que tiene consecuencias inmediatas y fatales sobre la vida de millones de personas; la sustitución del trabajo estable que permitía la consolidación de vínculos y alianzas de solidaridad y lucha, por la precariedad y la ocupación eventual que hace del trabajador un fantasma o sonámbulo que atraviesa los (escasos) espacios de trabajo sin dejar su sombra en ninguno de ellos; la confusión que reina en los medios de comunicación entre información y ficción, la simultaneidad del “tiempo real” de Internet que abole la lejanía física, arruinando el sentido de los acontecimientos y de los hechos de la vida colectiva, que toma así los rasgos de una pesadilla de la que los hombres y mujeres se sienten desvinculados para siempre; la irrupción de la jornada completa, de un día eterno sin la sucesión cíclica necesaria al ser humano, donde el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio se mezclan, y donde los valores del día (la actividad, la prisa, la luz, el consumo, lo masculino) han conquistado a la noche, dando lugar a una temporalidad nueva e indiferenciada que solamente puede responder a las necesidades y deseos de la economía… En fin, estos fenómenos, tomados como meros ejemplos entre otros muchos que componen una totalidad de dominación, son a la vez la base necesaria sobre la que actúan las imágenes y el resultado de su conquista del mundo. Ambos fenómenos se interpenetran, y sus objetivos y efectos nacen del mismo control tecnológico y forman parte del mismo proyecto totalitario. Pero conviene recordar que aún en el caso de que las imágenes del poder se apagaran, que se fundieran dejando tras de sí el territorio de la experiencia real, esa experiencia seguiría estando falseada por la organización fantástica de la vida hoy vigente. Se impone pues una primera observación: reducir el problema a una lucha entre imágenes o imaginarios (las malvadas y alienantes de la economía, y las liberadoras y “mágicas” del inconsciente o de la poesía) es limitar la cuestión y ceder al ilusionismo.
En segundo lugar, posiblemente es cierto que el abandono de las imágenes tenga como consecuencia la desertización del imaginario individual y hasta social, reduciéndolo a una tierra de nadie que perdería así sus últimas defensas ante la invasión y conquista definitiva de las imágenes del espectáculo. Una persona que ha perdido la facultad de crear imágenes de su deseo, no tiene nada que oponer a los deseos de la publicidad y del consumo. Es así que seguiremos reconociendo la importancia y la posibilidad de la creación, aún en el marco de opresión y alienación del capitalismo, como resistencia, como método de conocimiento, como aventura afectiva, y la expresión “el surrealismo es el comunismo del genio” sigue teniendo una vigencia total, en cuanto que afirma la inspiración poética, la creatividad, la experiencia y la expresión estética, están al alcance de todos los seres humanos.
Pero hay que reconocer también que la liberación de la imagen, y por la imagen, solamente puede darse en el individuo y no fuera de él; cuanto más, en un pequeño círculo de amigos, no en el cuerpo social. Se puede todavía depositar cierta confianza en la creación y en la imagen, pero siempre que se elija el campo de batalla adecuado. Porque actualmente, pretender combatir a la imagen totalitaria del espectáculo proponiendo como alternativa nuestras “imágenes” significa caer en la ineficacia más grande y más ingenua. Independientemente de la temperatura poética que alcance, la imagen no conserva hoy ningún poder mágico liberador. La magia, técnica de acción y manipulación sobre la materia, el espíritu o los grupos sociales, es hoy monopolio del mundo del espectáculo y de nadie más. No se trata simplemente del problema de la recuperación de las imágenes que se pretenden subversivas, utópicas o simplemente poéticas, sino, aún peor, de su banalización . La difusión ininterrumpida de la imagen pública y publicitaria, y su catálogo formal casi infinito, ha saturado el ojo público hasta domesticarlo quizás para siempre, en cuanto que ojo público , en cuanto que espectador de no importa qué imaginario. Así, las imágenes surrealistas, como las otras, pasarán inevitablemente inadvertidas, resbalando por la epidermis de una sensibilidad reducida a una pantalla opaca.
Continuara.
GSM