Somos surrealistas, lo que quiere decir mucho más de lo que a algunos gusta en su complacencia imaginarse, de lo que la mayoría interpreta según la paga recibida. Somos surrealistas, lo que conserva el mismo privilegio que busca y aspira, nada menos, que a llevar al hombre a la misma fuente de sus poderes, al fondo de sí mismo, el mismo privilegio que busca perpetuar su paso por la vida en términos de revelación, es decir, perpetuando en él su condición de eterno «Cerrajero».
Nuestra relación con el Surrealismo es análoga a la relación de ciertas mariposas nocturnas con el fuego, con la luz: inmediatamente atraídas por ellos, se abandonan hacia los mismos, guiadas, según parece, por una «atracción inconsciente hacia lo luminoso». Así nosotros nos abandonamos a la corriente de lava que recorre los principios del Surrealismo, nos reconocemos en lo que será siempre un fuego que se aviva, esto es, un pensamiento que, para seguir su evolución, exige una reactivación de las distintas capas que lo conforman y en su superposición, propiciar las condiciones para su erupción.
Desde esta perspectiva seguimos celebrando en el Surrealismo cuestiones que, como el Amor, la Poesía, la Libertad, continúan sobreponiéndose en nuestra vida como la tarea a continuar, la conquista a celebrar. Y no enfatizaremos lo suficiente que la gestión de esta tarea será en todos los casos apasionada.
En tanto que asumimos en nosotros la identidad surrealista, no hacemos más que reafirmarnos y participar del foco en ignición del que se impregna el pensamiento surrealista, el mismo que contiene todas las luces, todos los fuegos, todos los alientos, el principio vital del que parten y al que se dirigen nuestros pasos y donde estamos seguros de hallar «Las Bestias Maravillosas» que portadoras de su incandescencia no esperan de nosotros otra cosa que, como la Salamandra, hacer del fuego nuestro elemento natural.
La exploración de la vida, es decir, la aventura poética llevada si es preciso hasta lo «desconocido sin límites». La exaltación de lo maravilloso, implacablemente. La celebración anticipada de lo que va a suceder: tal es la consecuencia de una fe incondicional en el azar objetivo, de la convicción de que representa, en el terreno de la experiencia práctica en lo cotidiano, el modelo de la vida surrealista.
…Y el AMOR…, que sólo habla por la boca del volcán.
Afirmaciones de un pensamiento que, como el surrealista, con todas sus contradicciones –o precisamente por ellas– sigue constituyéndose en un proyecto cuya envergadura solicita de nosotros, cuando menos, situarnos a su altura. Aquí no se trata ya de tantear el terreno, sino de avanzar decididamente hacia el espesor del follaje «en bruto» que constituye la flora arborescente de esta Isla Prodigiosa, de reinventar el lenguaje que nos ponga en comunicación con la fauna que la habita. Se impone irreversiblemente la exploración que conduzca nuestros pasos allá donde jamás estuvieron ni en sueños, allá donde la invención de un nuevo juego propicie la conquista de nuevas tierras de placer. Para ello, no lo dudamos un momento, resulta absolutamente imperiosa la necesidad de restituir en nosotros mismos nuestra propia prospección, la investigación sistemática sobre la vida interior. Nuestra aspiración a interpretar la vida pasa fundamentalmente por retomar una conciencia a partir de la cual conducir la práctica y realización de esta condición fundamental de la experimentación surrealista.
Por lo demás, todo indica la necesidad de alcanzar cierto estado de espíritu que, operando en el dominio de lo sensible como una forma de conocimiento, sostenga a su vez sobre nuestra vida interior un permanente movimiento de oscilación, esto es, que ponga en tensión todo el ser: la dilatación de las venas, el fluir de la sangre y el corazón latiendo al ritmo de esos fenómenos naturales a cuyas latencias iniciales, la continuación de su manifestación provocará el espectáculo soberbio de las grandes depresiones. ¡Que este terreno ahora ante nosotros sea el espejo que devuelva nuestra propia imagen! En estas convulsiones seguimos reconociendo lo que contiene el principio de lo bello, el principio de lo revelador: lo que no espera de sí mismo, para ser, más que su vuelta del revés, su propia interpretación.
Hagamos nuestro el privilegio del pino canario para hacer brotar de entre los restos del incendio, el tallo verde que configure el «bosque de indicios» donde interrogar nuestro propio destino, donde celebrar lo que aún desconocemos, lo que más allá de su apariencia superficial contiene la piedra angular en torno a la cual reedificar con las piedras irreductibles de nuestro deseo la más sólida torre de nuestros más audaces sueños.