Por la boca del volcán (1)
El Surrealismo está presente allí donde no se instala la servidumbre, allí donde el hombre desespera de sí mismo. El Surrealismo es un estado en permanente revuelta contra todo y contra todos los que no aspiran a su liberación. No se reconoce más que en lo que tiene de irreductible: una necesidad imperiosa de libertad, a cualquier precio. En tanto que surrealistas, no insistiremos lo suficiente en una crítica implacable de aquello que quiera impedir por cualquier medio la liberación del hombre, su emancipación en los dos terrenos: el del espíritu y el social.
Ante el hecho flagrante de una putrefacción moral descaradamente asumida, proporcional por lo demás a una corrupción intelectual cuyo fruto absolutamente pocho no es sino el «aquí vale todo», es decir, el establecimiento claro de un estado general de alienación de las facultades del hombre, el pensamiento surrealista opondrá siempre la realidad del deseo, la omnipotencia del deseo y todo lo que en nombre de la Libertad exige de nosotros, sistemáticamente, alzarnos con todas nuestras resistencias para lograr este fin supremo (y esto en la medida misma en que, como Breton ya dijo, «las resistencias son libertades»).
Se trata aquí de que, recuperada su dignidad, obedeciendo sucesivamente al dictado de su corazón e inteligencia, el hombre se sitúe a la altura de sí mismo.
El Surrealismo se debe sólo a este fin supremo de liberación. No se puede buscar en él otra interpretación.
«Buscarle otro sentido es sencillamente un acto de servidumbre» .
El carácter ministerial de algunos (momificadores sería la calificación más precisa), la particular condición de ratas de biblioteca de otros, en lo que deben creer que con ello «conservan» la belleza de los libros. Los comisarios de exposiciones, cuya pretensión no se diferencia en nada de la de sus colegas de la policía: aplicando las técnicas propias de sus respectivos campos, no buscan más que tener atado y bien atado o en todo caso en «libertad condicional», lo que no se somete a la miseria del mundo, lo que propicia la manifestación de lo maravilloso. Hay también ese personajillo que se confunde tan fácilmente con los críticos de arte, más despreciable aún por su condición de pelota y adulador que en su afán de provocar simpatías ante la celebración de tal o cual evento sobre Surrealismo, habla en términos hasta entusiastas del mismo. Sin entrar en consideraciones más graves sobre lo que hace que estos seres cambien más o menos rápidamente de opinión acerca de un pensamiento, lo que les delata, sin embargo, cuando se adentran en terrenos para los que creyeron era suficiente su conocimiento académico o la palidez de su erudición, es generalmente el uso de los verbos en tiempo pasado. Imbéciles como son, sólo ven la viabilidad del pensamiento surrealista en estos términos, esto es, lo niegan. Para ellos lo único que cuenta es alimentar su gusto por la obesidad, lucir su fofez de pensamiento, satisfacer su narcisismo a costa de lo que sea. A su miseria de criterios añaden su miseria de espíritu, en lo que para ellos constituye su elemento natural, es decir, la miseria sobre la que tan confortablemente se han instalado.
No insistiremos lo suficiente en poner en evidencia a todos estos cretinos a cuyas actitudes de polizontes añaden inmediatamente después la de jueces y ejecutores.
Todos los que pretenden reconocer el Surrealismo en un sinfín de atributos ignorantes no esperan de nosotros sino nuestro desprecio: aquí se trata de una defensa –si fuera necesario a ultranza– de lo que para nosotros contiene la llama de lo liberador.
Más allá de todas estas consideraciones que parecen obedecer, en su condición de paralizantes, a la propia condición de quien las dicta, y que a fuerza de su machaconeo quedan desprovistas –como siempre lo estuvieron– de todo rigor intelectual y poético, el Surrealismo, lo repetiremos mil veces, continúa siendo en el terreno del pensamiento moderno y hasta nueva orden el sol cuyos rayos más ardientemente iluminan el destino del hombre, unos rayos cuya luz contiene todos los atributos de lo imperecedero. Es el movimiento del espíritu que sitúa a quien consiente su abandono incondicional a él, verdaderamente, en el ojo del huracán.
GSM