sábado, 29 de diciembre de 2007




Publicidad y famosos

Una inmoralidad no procesada

Rafael Sánchez Ferlosio, en su sabrosísimo tratado y análisis económico de la modernidad Non olet (Destino, 2003) considera que la causa principal del portentoso triunfo del capitalismo actual descansa en la aparición en un momento histórico dado de una perversión consciente de la naturaleza de las relaciones que fundamentan la actividad económica entre los humanos. Él mismo sitúa el eje de dicho giro en un punto exacto de mediados de los años 20 del siglo pasado cuando los teóricos oficiales del crecimiento económico deciden proponer un cambio radical en el paradigma de los mecanismos que regulaban los intercambios entre los humanos hasta ese momento: la inversión de la índole de la relación entre los dos polos fundamentales de la actividad económica: el consumo y la producción. Siendo el consumo la función que demandaba la satisfacción de las reales necesidades o carencias de cada ser humano y la producción el órgano que había de proveer los medios para satisfacerlas, tal relación fue meditadamente invertida de manera que la producción pasara a ser la función y la producción el órgano, de ser el consumo quien marcara el ritmo de crecimiento de la producción a ser la producción quien marcara el ritmo de crecimiento del consumo. Y ello con el único fin de multiplicar el único crecimiento que realmente importaba al nuevo sistema económico: el de los beneficios de los productores.

Para ello fue necesario diseñar una nueva industria que generara el nuevo combustible del desarrollo: los consumidores. Se trataba de crear un nuevo tipo de agente económico, o más bien de reconvertir a uno de los dos anteriores, el consumidor, conseguir que abandonara su antigua actitud inmovilista ante el hecho económico y se convirtiera en un factor dinamizador de la producción mediante el poder de su deseo. Se trataba, pues, de convertirlo en un ser infinitamente deseante de bienes y de servicios, descubridor de una inagotable fuente de necesidades que manaban secretamente de su interior y que ni siquiera podía sospechar que padeciera. Pero para ello había que idear un poderoso acicatador de ese instinto fagocitador y posesor que todo humano supuestamente conservaba adormecido, un elemento precipitador y catalizador de las dispersas tendencias consumistas larvadas de los seres humanos que las hiciera reaccionar encendiendo el motor de la máquina capitalista: la publicidad. Ya no se produce lo que demandan las necesidades sociales, sino que se produce desaforadamente y se oferta lo producido como bienes necesarios o imprescindibles, independientemente de la realidad de esa necesidad o imprescindibilidad, en campañas multipolares de bombardeo mediático de clara estirpe militar.

Así pues la publicidad, una vez trascendida su primitiva misión informativa y descriptiva de los productos que cubren la demanda de los ciudadanos, renace convertida en una nueva industria que tiene como misión la fabricación de consumidores, individuos educados o reeducados y convertidos en seres perennemente insatisfechos, abiertamente receptivos para recibir continuamente instrucciones sobre sus propias necesidades y la forma en que han de satisfacerlas. Es decir que la publicidad surge como una violación de la rectitud de las relaciones de reciprocidad que han de mantener los seres humanos libres y autónomos según la propia moral pública y privada instaurada como soporte del nuevo sistema económico triunfante, el liberalismo capitalista. La publicidad surge de la instauración de una forma sutil de mentira, del hecho de que al nivel informativo de la comunicación se superpone un nivel de manipulación emotiva de la voluntad de los individuos, una manipulación cuyos mecanismos han sido perfectamente modelados en laboratorios de investigación social y que consiguen dejar al individuo inerme frente al poder de sugestión de los mensajes emitidos.

Pero se trata de una mentira perfectamente aceptada por todos los agentes sociales del proceso. Y dado que su capacidad de crear riqueza, aún a costa de la pérdida de autonomía de los individuos o la provocación de un profundo escalón moral, es colosal, se ha convertido en una especie de convención, en el elemento dinamizador más importante de la economía en este tardo capitalismo en el que nos vemos inmersos. No se trata del único caso en el que en una sociedad avanzada algunos elementos sustantivos de la relación entre sus miembros, a pesar de violentar claramente los más elementales principios de la reciprocidad en que se fundan, son ampliamente soportados como inevitables o aceptados como imprescindibles por casi todos sus miembros para que funcionen determinados mecanismos políticos, sociales o económicos que los poderes instalados en el espacio público declaran indispensables. El caso más claro que podemos contemplar en estos tiempos es el de la aceptación por varias de las más avanzadas sociedades occidentales del mantenimiento en la cúspide de sus instituciones democráticas de la más antidemocrática de las instituciones que ha generado la inventiva social humana: la monarquía. Pero existen otras formas contradictorias no tan fácilmente detectables, pero no por ellos menos agudas y sintomáticas de patologías sociales que minan la salud de las relaciones racionales entre los humanos.

La publicidad forma parte de nuestras vidas de una manera ya totalmente natural y su carácter de perversión se diluye permanentemente en todas y cada unas de las facetas que componen nuestra existencia de seres sociales e individuales. El hecho de que se nos traten de vender unos productos que pierden en el propio hecho de ser vendidos de esa manera su estricto carácter utilitario y pasen a convertirse en puros productos de consumo, cargados simbólicamente de otros valores ajenos a esa utilidad del producto en sí, forma parte ya de la cultura moderna. El hecho de que unos trabajadores sean remunerados por prestar sus cuerpos, sus palabras y sus dotes de actuación para convencernos de las excelencias de unos productos en los que ellos no tienen por qué creer es algo perfectamente aceptado por una mayoría absoluta y aplastante de los humanos que viven en sociedad. Al fin y al cabo sólo venden su fuerza de trabajo como empleados de la industria de fabricación de consumidores que tan imprescindible ha llegado a ser para el buen funcionamiento de la nueva economía. Producen consumidores como otros producen tornillos o aceite de oliva.

Pero hubo una línea de conducta en ese status quo de la actividad publicitaria que se mantuvo durante muchos años perfectamente nítida e intraspasada, respetada por un consenso ético y estético de una perfecta transparencia racional. Me refiero a la venta como reclamo publicitario del prestigio personal de los individuos que por diversos factores de sus biografías o merecimientos están en situación de hacerlo. El hecho de que personajes que han adquirido un prestigio, una respetabilidad o una popularidad, conscientes del poder de fascinación que en las masas provocan sus figuras, sean capaces de vender esos valores para promocionar la compra de productos de consumo, y convertirlos así en productos prestigiados simplemente por su recomendación gratuita o el falso testimonio de su bondad, colma los límites de toda decencia al quebrar en una indecente vuelta de tuerca más las normas básicas racionales que sustentan la imprescindible fiabilidad de los contenidos comunicativos entre los seres humanos. No es ya sólo comunicación convencionalmente engañosa como la publicidad normal, sino convertida ya en puramente dolosa, una estafa que sólo puede justificarse, como frecuentemente se hace, mediante viscosas maniobras argumentales. Durante muchos años, desde la irrupción de la sociedad del espectáculo en la que vivimos y el capitalismo basado en la imparable producción de consumidores, los artistas y famosos habían mantenido unánimemente el tipo frente a las seductoras tentaciones de la industria publicitaria. Ningún actor o actriz del Hollywood clásico o deportista de élite habría jamás descendido a la ignominia de recomendar a sus admiradores el uso de cualquier jabón o perfume y no digamos ya alguna crema antihemorroides. El respeto al público y a sí mismos prevalecía sobre cualquier otra consideración más o menos económica. Incluso en España, al principio del principio del fenómeno, las autoridades franquistas consideraron la necesidad de vetar a los profesionales habituales televisivos que se prestaran a hacer publicidad en televisión a no poder salir en ella ejerciendo su propia profesión mientras se emitiesen las cuñas contratadas e incluso durante un periodo suficientemente amplio desde el momento en que aquellas dejasen de ser emitidas. Una normativa de claros tintes autoritarios pero que respondía a una conciencia clara de la anomalía moral del fenómeno.

Pero desde hace unos años la arribada, como maloliente marea negra, de una ética posmoderna y relativista, los potentísimos cantos de sirena de la industria publicitaria acompañados por las melodiosas notas del tintineo del oro, los poderosos arietes de los disparatados precios que han alcanzado los ofrecimientos por la pérdida de sus vergüenzas han acabado derribando todos los portones éticos y estéticos que mantenía a resguardo la virtud de los que pueden ofrecer prestigio vicario a cualquier producto de consumo por prosaico o inmerecido que sea. Y no se salva casi nadie. Puede que en otros lugares comenzaran antes, pero la imagen del Insigne Premio Nobel de Literatura Español, también conocido como El Soplón (y no precisamente por su inmoderación etílica), vendiendo hace unos años guías de carreteras por la televisión parece que fue el aterrador disparo de salida para este país de la carrera hacia la desvergüenza y el todovale por parte de la inmensa mayoría de nuestros famosos, sea cual sea la actividad a la que se dediquen. Y hay casos realmente delirantes, como el de uno de los galanes de moda de las pantallas (grandes y chicas) que es capaz de afirmar con todo el aplomo y la seriedad que le proporciona su dominio de las tablas en su oficio, que caga como la seda desde que toma un producto lácteo de supuestas laxantes propiedades. O la actriz madura de brillantísima carrera empedrada de éxitos y prestigiosos premios que conmina a las mujeres de su edad a que usen determinada cataplasma algodonosa que impide que los meados incontenidos propios de esa edad le corran muslo abajo hasta los pies. O ese artista de la cocina deconstruida, ese maestro supremo de la vanguardia gastronómica vendiendo en efigie unas adocenadas patatas fritas de bolsa desde los mostradores de todos los bares y tabernas del país. A todos aquellos que nunca podrán probar sus inefables creaciones. Con toda la cara.

Si eso no es una forma de prostitución que venga la diosa Razón y lo vea. Los trabajadores de la publicidad venden su estricta fuerza de trabajo. Los famosos, aparte de ejercer el intrusismo y la competencia desleal, venden algo más, asumiendo perfectamente lo de que "todo el mundo tiene un precio".

Manuel Harazem